Querido amigo y amiga:

"Amad, pues, a vuestros enemigos" (Luc. 6:35). ¡Fácil de decir! ¿Cómo podemos amar a alguien insoportable, irritable, a alguien de carácter imposible? Es una forma más sensible de decir: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Junto a "amarás a Dios sobre todas las cosas", conforma "la Ley".

Hasta incluso los que se avergüenzan de predicar: "hay que obedecer la ley", por parecerles rancio legalismo, suelen encontrar totalmente aceptable el decir que "nos hemos de amar los unos a los otros", o que "hemos de amar a Dios". Al hablar del amor, parece que ya podemos sentirnos seguros de estar en el campo del evangelio, libres de la amenaza del legalismo. Pero observa: Cuando decimos que hemos de amar a Dios, o que hemos de amarnos los unos a los otros, estamos predicando exclusivamente la Ley. Es lo mismo que decir que "hay que obedecer la ley".

No hay nada en el simple conocimiento de esos imperativos, que nos habilite para cumplirlos, y aún menos para desearlos de corazón. Pero el evangelio no consiste en la lista de nuestras obligaciones, no consiste en saber que hemos de amar a Dios, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. El evangelio es aquello que nos cambia, aquello que nos da el deseo firme y la fuerza para amar a Dios y al prójimo, incluso al enemigo. La Ley dice que tengo que amar a Dios y al prójimo. El evangelio dice que Dios amó de tal manera al mundo, que siendo aún sus enemigos, siendo pecadores, estando muertos en pecados, nos dio a su Hijo amado, para que todo aquel que en él crea, no se pierda mas tenga vida eterna (Col. 2:13; Efe. 2:5; 2 Tim. 1:9; Rom. 5:6, 8, 10, etc). El conocer la ley me condena pero no me cambia; el conocer lo que Dios ha hecho por mí en Cristo, sí me hace un cumplidor de la ley.

Solemos dedicar largas y aburridas horas a predicar la Ley –lo necesario que es que nos amemos-, y no "perdemos" mucho tiempo en predicar el evangelio -la forma en que Dios nos ha amado en Cristo-. Observa por contraste que en casi todas sus epístolas, Pablo dedicó al menos toda la primera mitad de ellas a exponer el evangelio; sólo en la segunda parte escribió las amonestaciones que derivan de haber comprendido y aceptado el don de Cristo. Dijo el sabio: "El fin de todo el discurso que has oído es: Teme a Dios y guarda sus mandamientos" (Ecl. 12:13). Cuán a menudo hemos omitido el evangelio, y hemos hecho de la predicación de la ley "el fin de todo el discurso", pero también su principio y su media parte... es decir, ¡el todo!

Debe haber algo en el evangelio, capaz de lograr "lo que era imposible para la Ley, por cuanto era débil por la carne" (Rom. 8:3).

¿Te parece fácil amar a una persona que perdió todo sentido del respeto hacia sí misma, que es incapaz de controlarse y que reincide en el camino del mal hasta resultar un ser que raya en lo irracional, en lo irresponsable?

Jesús se encontró con muchas personas como la descrita. Una de ellas era María Magdalena. Según Marcos 16:9 estaba poseída por siete demonios. ¿Qué te parece si Jesús le hubiera dado un sermón de una hora, insistiéndole en la necesidad de amar a Dios y de amar a los demás? ¿Crees que la Ley habría ayudado a María Magdalena?

Lo que hizo Jesús es razonar de causa a efecto. Él comprendió la razón de su horrible estado. Discernió el secreto agente irritante que había envenenado la vida de María. Por lo tanto, supo que la vileza y amargura no eran lo que deseaba María en el fondo de su corazón. De hecho, como Saúl cuando experimentó aquellos ataques de mal genio en los que procuraba la destrucción de David, María había perdido el control de su mente en favor de los demonios. Cautiva bajo el dominio de siete de ellos, decía y hacía las cosas que ella misma detestaba. En eso consiste la posesión.

Es improbable que te encuentres con una persona más difícil que María Magdalena. Cuando Jesús se encontró con ella, comprendió que alguien la había tratado muy injustamente, la había sumido en la desesperación y la había llevado a experimentar un resentimiento que fue incapaz de controlar. ¿Qué hizo entonces Jesús? Se puso en el lugar de ella (eso es lo que ha hecho también con cada uno de nosotros). De hecho, cuando Jesús era bautizado por Juan el Bautista, habiendo tomado sobre sí mismo nuestra culpabilidad, pasó por la experiencia del arrepentimiento en favor nuestro. En su proceso de hacerse "nosotros" –en su identificación con nosotros-, Jesús encontró la llave para abrir la prisión de María. Y haciendo así, la transformó en una persona encantadora, capaz de bañar los pies de Jesús con sus lágrimas y de secarlos con sus cabellos. Allí donde se predique el evangelio, se conocerá la historia conmovedora de cómo María respondió al amor de Cristo.

Quizá tú y yo estemos de alguna forma en necesidad de descubrir esa llave.

R.J.W.-L.B.