Querido amigo y amiga:

Hay una preciosa lección en la vida del rey Ezequías, que la iglesia necesita desesperadamente comprender: la realidad del pecado del que uno no es consciente. Ezequías era un buen "Laodicense". Le cabe un lugar de honor entre nosotros, pues él también se sentía aprobado, inconsciente de la verdadera condición de su corazón (Apoc. 3:17). Bienvenido sea pues Ezequías, que al rogar en oración por el restablecimiento de su salud, expresó en total sinceridad: "Jehová, te ruego que recuerdes ahora que he andado delante de ti en verdad y con íntegro corazón, y que he hecho lo que ha sido agradable delante de tus ojos" (Isa. 38:3). ¿Sana autoestima?

Pero ignoraba totalmente que bajo la superficie, allí bien adentro en su corazón, "dormía" el pecado, a la espera de una oportunidad para expresarse. "Pero en lo referente a los mensajeros de los príncipes de Babilonia, que enviaron a él para saber del prodigio que había acontecido en el país, DIOS LO DEJÓ, para probarle y conocer todo lo que estaba en su corazón" (2 Crón. 32:31). Durante esos 15 años extra de vida, Ezequías revirtió todo el bien realizado con anterioridad. El pecado del que uno no es consciente, no implica culpabilidad, pues no podemos "confesar" aquello que ignoramos, que no sabemos que existe. Sin embargo, si permanece indefinidamente en ese estado, es letal. Puede "crucificar de nuevo" a Cristo (Jesús oró en referencia a quienes lo estaban crucificando: "perdónalos, porque no saben lo que hacen"). El pecado que Ezequías en toda sinceridad desconocía, explosionó al ceder al orgullo, cuando se encontró ante los embajadores babilónicos "que enviaron a él para saber del prodigio que había acontecido en el país". En lugar de hacerlos partícipes del evangelio, los regaló con una exhibición de sus riquezas (ya existía el club de los "soy rico y estoy enriquecido"). ¿Orgullo denominacional?

Como resultado, (a) Abrió la puerta al posterior retorno de Babilonia, que significó la ruina final de la nación. (b) Durante esos 15 años de más, engendró a Manasés, el rey más malvado de cuantos tuvo Israel, el que hizo correr ríos de sangre por las calles de Jerusalem. El desastre nacional irreversible vino "a causa de Manasés, hijo de Ezequías" (Jer. 15:4). Hoy, en este Día real de la Expiación en el que vivimos, todo pecado debe aflorar, debe ser reconocido, confesado, abandonado. Ha de ser objeto del más profundo arrepentimiento, mediante la convicción traída por el Espíritu Santo. Es la obra de Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, que ministra en el verdadero santuario. Mediante ella, nos prepara para su venida. Para cuando regrese por segunda vez, la preparación habrá concluido ya. Lee Apocalipsis 22:11 y 12. Muy buenas nuevas, si no le resistes hoy en su bendita obra, "porque en este día se hará expiación por vosotros, y seréis limpios de todos vuestros pecados delante de Jehová" (Lev. 16:30).

R.J.W.-L.B.